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Mal

El Mal puede adoptar distintas formas. Uno nunca sabe cómo va a encontrarlo, pero seguro no será convertido en una bestia gigante con alas de murciélago y cuernos. No, el Mal siempre usará una apariencia más sutil, tendrá un traje oscuro, una sonrisa amigable. O tal vez no tendrá siquiera un traje, vestirá un jean y una remera, tendrá apariencia inocente e informal y una enorme paciencia para esperar su momento, para golpear justo y ser devastador. O no golpeará nunca, pero irá horadando la piedra como el agua, en un trabajo constante, perpetuo, paciente e inequívocamente eficiente, hasta lograr su cometido, hasta destruir todo lo que hay de bueno en el mundo.
El Mal puede tener mil rostros. Uno no siempre lo reconocerá a primera vista. No tiene la amabilidad de pintarse la piel de rojo y engomarse los bigotes y la barbita candado. No, en general tendrá una cara apacible, tenderá su mano ofreciendo amistad, invitará a confiar en él y entonces, cuando la guardia esté baja y las defensas no existan, entonces aprovechará para asestar el golpe contundente, definitivo, mortal.
El Mal puede esperar. Tiene todo el tiempo del mundo porque ha sido creado con él y morirá el día en que logre su cometido y el mundo deje de existir. Porque el mal está condenado a su propia destrucción, y sabiéndolo lo disfruta y hace su trabajo a diario con el tesón de quien sabe que será recompensado, que nada ni nadie podrá impedirle llegar con éxito al final de su camino.
El bar está muy tranquilo a esa hora de la mañana. En la mesa cuatro la pareja de mochileros conversa en voz baja, turnándose para señalar en el mapa extendido sobre la mesa. Hablan en una lengua extraña, que hace perfecto juego con sus pelos rojos, con las pecas de ella y las barbas de él. De vez en cuando levantan la cabeza y miran por la ventana que da al lago, al enorme espejo de aguas azules que esa mañana se encuentran llamativamente calmas, sin intentar siquiera una pequeña ola a pesar del viento que sacude los árboles. Parece que admiraran el paisaje, pero en seguida vuelven a su discusión sobre el mapa, a buscar su próximo destino o a ver cuál puede ser el mejor camino para llegar a donde quieren ir, es que esa lengua que hablan es tan extraña...
En la barra Mabel repasa las tazas una y otra vez. Al principio tuvo la esperanza de que los mochileros pidieran un desayuno suculento, pero ya hace rato que se resignó a venderles sólo el té y el café que se enfrían junto al mapa. Azul juega detrás del mostrador, entre las piernas de su madre como todos los días. En un momento salió y se divirtió con esa chica de pelo rojo y mochila pequeña que le conversó en esa lengua extraña. Hasta le gustó que le pusiera su gorra amarilla, aunque le quedara grande y le tapara los ojos. Pero fue un momento, hasta que el llamado de Mabel la volvió a traer a su lado del mostrador y a “no molestar a la gente”.
El hombre entró con paso tranquilo. No era del pueblo, pero tampoco parecía forastero. Había algo en su cara y en su manera de moverse que lo hacía parecer familiar, como si hubiera pasado por el bar todas las mañanas de su vida. Vestía bermudas de bolsillos amplios, que permitían guardar muchas cosas y una chomba anaranjada que en otro podría haber sido llamativa pero que a él le quedaba hasta natural. Tenía borceguíes y medias, y ensució el piso con barro en cuanto puso un pie en el interior.
El bar estaba vacío, pero el hombre eligió la mesa contigua a la de los mochileros, como si deseara algo de compañía aunque fuera prestada. Pidió un café con leche y sonrió agradeciendo cuando Mabel lo depositó sobre su mesa. Tomó despacio, alternando su mirada entre el lago azul, el mapa y las pecas de la mochilera. Poco a poco fue dejando de lado el lago, como si por conocido perdiera atractivo y empezó a concentrarse en el mapa y en las pecas, en las pecas y en el pelo rojo, en las pecas y en esa boca fina que susurraba palabras en lengua extraña.
Los mochileros seguían ajenos a la nueva presencia. Conversaban y reían sin conseguir ponerse de acuerdo. Plegaban y desplegaban el mapa sin saber por dónde empezar y volvían a reír. Volvían a ver el mapa y a mirar el lago y otra vez a discutir. Fue entonces que el hombre les habló. Lo hizo en un inglés imperfecto. Con mucha dificultad les ofreció ayuda, les preguntó a dónde querían ir. Los mochileros lo miraron con una expresión de alivio francamente conmovedora. Ella hizo un mohín y las pecas se le acercaron a la nariz mientras la sonrisa le iluminó la cara. En un inglés mucho más fluido le dijo que si, que querían ir a un refugio que les había recomendado su amigo Ruud y que no figuraba en el mapa, ni conocían el camino ni hablaban castellano para poder preguntarle a nadie en el pueblo. Pronunciaron el nombre del refugio en lo que creyeron era castellano y lo miraron con ilusión. El hombre sonrió con amabilidad y les dijo que él conocía el refugio, que iba por ese camino y que podía acercarlos con su camioneta. En pocos segundos estaba sentado a la mesa de la pareja y conversaba animadamente en su inglés rudimentario. Así averiguó que viajaban por el mundo sin rumbo fijo, que nadie sabía exactamente dónde estaban ni cuando volvían y que no tenían un plan de viaje que llegara más allá de los próximos dos días.
El hombre pagó los desayunos de ambos. La pareja intentó rehusarse un par de veces pero el insistió, explicándoles en su media lengua que era lo menos que podía hacer por alguien que venía de tan lejos a visitar su país. Después salieron juntos hablando y riendo como si se conocieran de toda la vida. Montaron en la camioneta del hombre, ella en el asiento delantero y él atrás, junto con las mochilas que no pudieron poner en la caja porque se encontraba llena con bolsas de lúpulo. El hombre manejaba despacio, conversando animadamente. De a poco empezó a dirigir sus preguntas cada vez más a la mochilera, un poco por no darse vuelta al manejar y otro poco por esa sonrisa y los mohines. El mochilero fue de a poco sumergiéndose cada vez más en el paisaje, la vista fija a través de la ventanilla, explorando, deleitándose, abstrayéndose. Ella, por el contrario, cada vez prestaba más atención al hombre que manejaba y hablaba, manejaba y la miraba, manejaba y sonreía. Ella hablaba de su país y sus costumbres, de su viaje por lugares que nadie conocía allá y que seguro nadie conocería nunca. Ella hablaba y parecía encantada de conversar con alguien distinto a su compañero, con alguien que le prestaba tanta atención y que la prefería ante el paisaje imponente.
Lentamente la camioneta salió del pueblo y comenzó a trepar por el camino, internándose en el bosque de alerces y abedules. A medida que ascendían la vista del lago se hacía más impactante. Si Dios realmente creo el mundo en seis días, cinco debió habérselos tomado sólo para lograr la perfección de ese paisaje. El cielo celeste, la ladera tapizada de verde, blanco y plata, el lago azul, el sol que brillaba dándole a todo una luz dorada. En un momento la camioneta salió del asfalto y tomó por el camino de ripio que rápidamente se convirtió en un sendero de tierra y roca. El bosque se hizo más denso y por momentos el lago desaparecía entre los árboles. Por ese sendero siguieron una media hora, o tal vez más. Es que la conversación se hacía animada y el tiempo transcurría sin medida. Ahora quien más hablaba era el conductor, explicando en su escasez de vocabulario algunas de las características naturales de la zona. Ella no siempre entendía lo que le decía y las confusiones terminaban indefectiblemente en risas y nuevos mohines. En un momento, el camino dio vuelta en una curva casi ciega y frente a la vista de los viajeros se descubrió un acantilado de más de 300 metros de altura y un nuevo lago al fondo, de un increíble color verde esmeralda. El conductor detuvo la marcha y les dijo a sus acompañantes que no podían seguir sin bajarse a mirar el paisaje, y que si tenían cámaras debían grabarlo o fotografiarlo porque cuando volvieran no iban a poder describirlo tan espectacular como era. Los mochileros se miraron un instante y asintieron encantados. Si, grabarlo ya, dijo la barba anaranjada y se sumergió en su mochila buscando entre montones de ropa. Ella, en cambio, bajó de un salto siguiendo al conductor hasta el borde del acantilado.
El Mal puede estar presente en todos lados, dentro y fuera de cada ser. Incluso en una mañana brillante en el lugar más hermoso del mundo. No tiene la decencia de quedarse confinado a un lugar impreciso cercano al centro de la Tierra, lleno de fuegos y lavas, de horrores y torturas. No, surge en todas partes, en el momento menos esperado y golpea duro, tan duro como el mochilero con la culata de su escopeta recortada en la nuca del hombre que se desvanece y cae al abismo, cegando para siempre sus ojos al paisaje de este rincón del mundo agraciado por Dios.

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