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El tesoro

Dragón y montaña eran uno solo. Habían pasado tantos años desde que el dragón se instalara en la cueva de la cima que los habitantes de las villas vecinas ya no recordaban a una sin el otro. Al principio su llegada causó terror. El día que el dragón llegó con su tesoro y sus alas enormes cubrieron el cielo la villa tembló. La oscuridad llegó en pleno día. El viento dejó de soplar. Los pájaros huyeron del cielo mientras que el ruido poderoso de las alas batiendo el aire se adueñaba de todo. Nadie sabe a ciencia cierta cómo trajo el tesoro. Es que nadie se animo a mirar hacia arriba. Tanto era el miedo que producía el batir de sus alas y la oscuridad que todo lo velaba... Nadie sabia tampoco cómo era exactamente el tesoro, nadie lo había visto depositarlo en el fondo de la caverna, pero las historias del pueblo hablaban de miles de monedas de oro, montañas de joyas, armaduras labradas en mágicos metales, finísimos vestidos hechos con las más ricas telas, y sobre todo, hablaban de un misterioso libro que el dragón llevaba a todas partes, atado con una cadena de oro al extremo de su pata delantera derecha. Mucho se especulaba sobre el contenido de ese libro. Algunos aseguraban que se trataba del libro de la vida, el mitológico libro mágico que contenía todos los conjuros secretos para enviar a los vivos directamente a la compañía de los dioses, un libro que nadie jamás había visto ni podía garantizar su existencia, pero que despertaba innumerables fantasías en esta parte del mundo aún desde antes que existiese la aldea y sus actuales pobladores. Eran muchos los que hablaban en la aldea acerca de los símbolos mágicos grabados en la piedra negra de sus tapas aunque ninguno en realidad lo había visto jamás, tal era el miedo que generaba el dragón que a todos espantaba en cuanto asomaba la nariz fuera de su cueva.
Al comienzo fueron los campeones locales los que, una vez repuestos de la sorpresa y el terror, intentaron escalar la montaña y desafiar al dragón. Triste destino el suyo, nunca pasaron de ser más que un pequeño almuerzo para la bestia que los devoró sin siquiera recibir una herida. En los tiempos que siguieron decenas de caballeros llegaron desde distintas partes atraídos por las historias que se contaban sobre el fabuloso tesoro y el libro mágico pero corrieron igual suerte y el dragón se los comió uno a uno incrementando su fama de despiadado junto con el volumen de su vientre.
Cuenta la leyenda que un día llegó al poblado el más famoso matador de dragones de toda la comarca, un caballero de brillante armadura dorada que cabalgaba un corcel poderoso de flancos protegidos por placas de metal también dorado. Tras él venia su escudero guiando una carreta en la que el caballero llevaba diversas armas propias de su oficio: una ballesta de al menos tres veces el tamaño normal y decenas de flechas para ella con la punta trabajada en el mismo metal dorado de la armadura, una maza de puntas de piedra afilada engarzadas en una bola de hierro tan pesada que difícilmente un mortal que no fuera el matador podría ni siquiera levantar y un escudo con su insignia pintada en brillantes colores sobre un campo dorado
Cuenta la misma leyenda que el caballero ni siquiera se detuvo en el pueblo sino que comenzó a subir hacia la cima al paso lento de su caballo mientras todos los habitantes salían de sus casa y formaban un respetuoso cortejo que lo acompañaba en el ascenso, esperando con ansias que fuera éste el campeón imbatible que los librara de la ingrata compañía del dragón, que no hacia otra cosa que comer sus ovejas por las noches y embarazar a algunas de las doncellas más apetecibles del pueblo (sobre este milagro hay algunas explicaciones maliciosas diferentes de la versión oficial que corrían de boca en boca entre las ancianas en la feria pero ese es un tema que no hace a este relato). Es así que el pueblo entero se encolumnó detrás del matador hasta llegar a unos quinientos metros de la caverna y allí lo vieron detenerse, plantar su estandarte, tomar su escudo y su maza y marchar decidido hacia la entrada de la cueva. Cuando hubo llegado al pie de la negra abertura, el caballero hizo sonar su cuerno y un renombrado son de victoria resonó en toda la comarca. No se habían acallado los ecos cuando el caballero espoleó a su caballo y entró. La lucha duró menos que lo que tarda una flecha en partir el corazón de una manzana. Eso si se acepta que hubo algo que pueda llamarse lucha. La realidad es que el dragón se comió de un bocado al caballero junto con su caballo y, siempre según la leyenda, guardó las armas en la pila de su tesoro mientras afuera la multitud huía a toda carrera hacia la aldea, olvidando en el camino al escudero y el estandarte que jamás volvieron a ser vistos por el pueblo.
No muchos más fueron los que se atrevieron a desafiar al dragón después de ese episodio. Su poder alcanzó la altura de su fama y su maldad se hizo leyenda en los cuatro confines de la tierra. Las apariciones de nuevos retadores que, impulsados por la codicia, trepaban la ladera en busca del ansiado tesoro para nunca más volver a bajar se hicieron cada vez más esporádicas hasta el punto en que simplemente dejaron de suceder. Y pasaron varios siglos sin que nadie intentara siquiera acercarse a la cima de la montaña y a la mítica cueva, donde el imbatible campeón dormía sobre su tesoro. Sólo se mantenía viva la idea de su existencia por los cuentos de los ancianos, las desapariciones de las ovejas y los embarazos inexplicables.
Y pasaron más de mil años hasta que un montañista despistado desoyó las historias y escaló hasta la cima, donde no encontró la cueva ni al dragón ni al tesoro. Sólo la antiquísima edición de un libro extraño con tapas de piedra oscura en las que se veía labrada la figura de una especie de serpiente alada que echaba humo por la boca.

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