Púas. Hay púas en el piso. No puede avanzarse cuarenta centímetros sin encontrar una púa que sale de la tierra para clavarse en lo que sea. Hay púas altas y afiladas. Hay púas pequeñas y afiladas. Hay púas anchas, hay púas estrechas, pero todas lastiman, desgarran, hieren. La carne sangra cuando la rozan. Es imposible caminar entre las púas, y sin embargo hay que seguir moviéndose, avanzando, yendo vaya Dios a saber a dónde, caminando entre las púas que lastiman, que se oponen, que no perdonan, que parecen ensañarse más a cada paso, como si tuvieran el firme propósito de impedir que pueda seguir, como si cada una fuera una mente malévola empeñada en clavarlo en ese lugar para siempre. Otro paso, uno más corto y ya aparece otra púa lastimando su pie herido, sacando un poco más de sangre a un pie que ya hace rato que deja una huella roja. Un paso más. Un arañazo más, y esta vez lo hace caer. Púas se clavan en sus manos y la sangre brota como el agua en un geiser, explotando y manchando todo a su alrededor. Parece que allí quedará, que ya no podrá seguir, pero se levanta e intenta detener la sangre que chorrea de sus manos. Y entonces queda quieto por un instante, contemplando sus manos heridas y de pronto vuelve a avanzar. Al principio lo hace lento, buscando con cuidado el lugar en el que apoyar sus pies para evitar las púas, pero en seguida apura el paso y avanza rápido y cuando ya empieza a correr otra vez las púas, más agudas, más encarnizadas, más afiladas, laceran sus piernas y lo obligan a detenerse, a volver a avanzar lento, a pedir permiso para cada movimiento. Y entonces comienza a percibir esa presencia que se acerca implacable. Y sabe que debe apurarse o lo alcanzará, pero hay tantas púas. Ya se acerca, ya puede percibirla a poca distancia, ya siente su respiración y su avance sigiloso. Y quiere correr, y hace un esfuerzo y parece que lo logra. Da varios pasos veloces y una púa le atraviesa el pie sano pero la ignora y sigue y otra púa más pequeña le rasga el tobillo y se esfuerza más y corre y dos púas gruesas, altas como un roble y cubiertas de púas más pequeñas como espinas de palo borracho le cierran el paso y una le corta la frente y cae otra vez, herido, cansado, con la respiración agitada y la mirada de horror ante la serpiente que ya está a pocos metros, que se desliza entre las púas con la facilidad de una cuchilla en el hielo. Ve sus ojos amarillos, su lengua veloz que tantea el aire segura de su triunfo. Ve su cuerpo infinito ondulando entre las púas, sus escamas rojas, negras y doradas, su cabeza de flecha que ya parece saborear su carne fresca y entonces vuelve a levantarse y a correr, tropezando entre las púas, cada vez más lastimado, cada vez más golpeado, mirando para atrás para ver a la serpiente que se acerca inexorable. Y ya la siente apenas a un paso de distancia, ya la ve lamiendo su rastro de sangre, ya puede sentir sus colmillos hundirse en el talón herido y devorarlo presurosos mientras hace su último esfuerzo para seguir avanzando. Y ahora corre sin un talón y con el otro pie herido, sus manos y su frente sangran y siente que la víbora sigue acercándose y ya devora su pierna. No se entrega, pero cae y una púa le lastima las costillas mientras se arrastra para alejarse y entonces la serpiente abre su boca y le come la pierna que le quedaba, pero sus brazos son fuertes y arrastran al cuerpo fuera de su alcance. Y sus manos sangran, y las púas ahora pueden lastimarle la cara y el cuerpo, pero sigue arrastrándose y entonces siente el silbido, y la fría boca de la serpiente abriéndose sobre su espalda y engullendo su cuerpo. Sólo le quedan los brazos, los hombros y la cabeza. Así está más liviano y avanza más rápido y por un momento se siente a salvo, pero una púa le atraviesa el hombro y el dolor se hace insoportable y la cabeza rueda mientras la serpiente vuelve a alcanzarlo. El reptil come ahora su brazo derecho y luego el izquierdo y entonces si, la cabeza sabe que ya no puede seguir avanzando y gira y enfrenta los ojos amarillos, la lengua bífida, las fauces de colmillos agudos. Y se quedan un instante mirándose a los ojos. El tiempo se ha detenido. Las púas ya no importan. No hay sonido. No hay dolor. Y entonces piensa ¿Por qué no haberlo enfrentado antes? Y entonces piensa ¿Por qué avanzar hacia ninguna parte? Y entonces cree que lo ha resuelto, y hasta empieza a sonreír cuando la serpiente abre su boca y traga la cabeza de un bocado, sin siquiera masticarla.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...