Esta es la historia de la Princesita Cantora, que vivía obsesionada por encontrar la forma de adueñarse del tiempo. Ella decía (se decía) que si manejaba el tiempo nunca perdería el ritmo y sus canciones serían las más perfectamente bellas que hubieran existido jamás. Pero todos sabían (sabíamos) que la Princesita Cantora quería dominar el tiempo para asegurarse que la amaran eternamente, sabido es que sólo puede asegurarse la eternidad quien es dueño de prolongar o acortar los instantes. Y no es que no hubiera quien la quisiera en la comarca, ni que el príncipe no le jurara su amor todas las mañanas y algunas tardecitas a la hora de la siesta; ocurría que la princesa pensaba que era profundamente injusto que su felicidad dependiera de la caprichosa duración de los momentos.
- Si soy feliz en este instante, quiero que este instante dure para siempre.- solía decirse en sus momentos de alegría, cuando cantaba para el príncipe o para alguno de sus cortesanos.
Y sucedió que un día llegó a oídos de la princesita que un brujo que vivía del otro lado del mar conocía el secreto del tiempo. Nada pudo detenerla; ni las promesas de amor del príncipe ni las alabanzas de los cortesanos a sus canciones. El hecho es que la Princesita Cantora marchó una mañana muy temprano, sin tiempo para despedirse ni siquiera del sol (¿para qué iba a despedirse si lo encontraría también al final de su viaje?). Y el viaje fue tan largo, y vivió tantas aventuras que nadie pudo contarlas todas, por lo que la gente prefirió no contar ninguna; total, incompletas no se entendían.
Lo cierto es que un día encontró al brujo y, vaya uno a saber a través de qué artes (algunas cosas es mejor ignorarlas), consiguió que le revelara su secreto. Iba a volver entonces, pero prefirió quedarse y experimentar su nuevo saber hasta dominarlo por completo. Recorrió países lejanos que ni siquiera sabía nombrar, conoció a héroes y villanos (en esa época los héroes y los villanos se diferenciaban fácilmente) y para ambos cantó. Recorrió montañas y valles, cantó en palacios y aldeas y a todos encantó. Y en esas noches recibió innumerables propuestas de matrimonio pero su amor por el príncipe permaneció inalterable, tan inalterable como su cuerpo eternamente joven y bello.
Cuando se sintió completamente segura de ser dueña de sus momentos, emprendió el viaje de regreso que, como todo el mundo sabe, fue infinitamente más corto que el de ida. Enorme fue su sorpresa (la de ella, no la nuestra) cuando llegó y encontró que en el reino todo había cambiado, que en lugar de palacio había un gran shopping center y que del príncipe sólo quedaba alguna estatua en una plaza perdida. Los nietos de sus nietos (de los del príncipe) no podían quererla ya que ni siquiera la conocían y sus canciones (las de la princesa) resultaban ridículamente anticuadas y ella jamás podría adaptarse al ritmo del rock and roll. Con su juventud intacta, la Princesita Cantora estaba sola en medio de una ciudad desconocida. Dueña de su tiempo, no podía evitar el peor de los tormentos: tener de su amor un recuerdo eterno.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...