El payaso se plantó muy firme y miró a su auditorio en silencio. Sus ojos recorrieron las gradas lentamente, como tratando de individualizar y retener en su memoria cada uno de los rostros de las pocas personas que habían pagado su entrada para ver la función. Los miró y no dijo nada. Su cara no hizo gestos. Ni una sonrisa ni una mueca de tristeza, de esas de payaso de cerámica patético con lágrima dibujada. No. Nada. Ni un gesto. Los miró a todos a los ojos, uno por uno y sin hablar. Sólo esperó en silencio. Un minuto, dos, tres. A su alrededor fueron cesando todos los sonidos y la atención se concentró en su figura inmóvil en medio de la pista. Hasta los elefantes dejaron de barritar por un momento. La tensión la rompió una chica joven, de la fila cinco que se tentó y empezó a reír, primero nerviosa, después aliviada, con una carcajada cristalina que contagió a los demás y pronto todos reían como en las mejores funciones. Todos menos el payaso, que permaneció serio e inmóvil en medio
No importa quién seas. No importa qué hiciste. Son sólo los textos, las palabras.