Hay un grupo de cuervos que me picotean los ojos. Son siete u ocho ya no sé bien, es que son tan parecidos que me cuesta individualizarlos. Me picotean fuerte, con saña. Me clavan sus picos duros sacando sangre y humores hasta vaciar mis cuencas. Graznan y se turnan para lacerarme, para herirme y alimentarse con mis despojos. A veces yerran el picotazo y golpean mi nariz. Me partieron el tabique en uno de esos errores. Creo que son errores, no sé, no quieren alimentarse con mi nariz. No; quieren mis ojos. Les gusta su consistencia gelatinosa, el ruido que hace al romperse el cristalino, el sabor tibio de la mezcla de sangre y pupila. Realmente me cuesta soportar el dolor que me producen sus picos, el tremendo impacto de sus puntas afiladas, el sonido de sus aleteos, la letanía de mis propios quejidos. Pero ese no es el problema. No. El verdadero problema es saber que tengo la capacidad de regenerar un nuevo par de ojos.
Recuerdo perfectamente cómo empezó ese día, aunque no recuerdo qué es lo que hizo en ese momento que lo recuerde. No es que haya sido algo extraordinario, pero fue como si por alguna razón los acontecimientos cotidianos cobraran una relevancia nunca antes alcanzada. Está bien, no es que fuera un día más, pero tampoco puede decirse que no fuera el corolario lógico y esperable de todo lo que había sucedido en los últimos cinco años. La imagen es la de un rodaje que comienza en el momento en que alguien grita ¡Acción! y entonces se dispara la secuencia. Como si todas las cosas de la Creación estuvieran acomodándose en su lugar exacto para originar lo que vino, como si todo empezara a encajar en un guion establecido de antemano por una mente perversa. Y es que no puede dudarse de la inteligencia del guion. Y tampoco de su maldad. La vida tiene un equilibrio increíble. Como en los juegos de un dominó gigante, cada pieza encaja con la que la precede y determina la que le sigue. Si cambiamos