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Hay noches

Anoche me encontré con el diablo. Sí sí, con el malo en persona. Estaba en un boliche, sentado en el medio de un montón de gente. Y no era el diablo en su versión prolija, esa disimulada con traje de abogado y peinado con gel. Tampoco era un diablo sexy de minifaldas y sonrisa de modelo. Ni siquiera uno musculoso con campera de cuero, lleno de anillos y collares de oro. No, no. Era el diablo en su versión más guarra, más desprolija y escatológica, sudado, rojo, con escamas y cuernos. Olía a excrementos acumulados por años, con ese olor ácido y penetrante que uno cree jamás podrá lograr erradicar de sus fosas nasales. Su voz era realmente espantosa. Hablaba con lenguas de fuego y su voz resonaba entre miles de cavernas repletas de criaturas malignas que chillaban acompañando sus sonidos. De todo su cuerpo emanaba humo de color oscuro, denso, pegajoso. Tenía alas de murciélago, membranosas y con dedos rematados por largas garras. Pero su aspecto no era lo más atemorizante. No, lo peor era que se lo veía francamente de muy mal humor. No es que uno presuponga que el diablo pueda ser un personaje simpático en algunas ocasiones, pero esta vez tenía un aspecto que hacía honor a su reputación. Sus ojos sacaban rayos y su rostro se arrugaba pletórico de furia en cada gesto, en cada palabra. Yo estaba acovachado en un sillón frente a él, en pleno bajón. Ya había dejado atrás la euforia de las pastillas, Ya había pasado por la tontería del alcohol y me encontraba terminando mi noche solo, en mi sillón de derrotas en el boliche habitual. Es decir, y reconozcámoslo, me había intoxicado otra vez. Pero ya se me estaba pasando. O sea, no estoy hablando de alucinaciones ni de ese tipo de cosas. No estoy diciendo que creí ver al diablo. No. Lo que digo es literal. Anoche me encontré con el diablo. Estoy contando lo que pasó tal cual fue. Estaba pues, en mi sillón de derrotas. Y en lo mejor de mi bajón levanto la vista y veo al tipo sentado ahí, justo frente a mi, dándome nauseas con su olor. A la distancia de un brazo como mucho, tangible, tan corporal como un colectivo de la sesenta, tan repulsivo como un baño en el Riachuelo, tan furioso como una turba de linchamiento. Lo miré a los ojos, unos ojos amarillos de pupila negra rasgada y vertical. Lo miré a los ojos un rato largo mientras él parecía no prestarme atención. Lo miré a los ojos y, curiosamente, no me asusté. Al contrario, casi fue como si me empezara a esperanzar. No sé si fue él quien me indujo a la idea o se me ocurrió a mi solo, pero al poco rato empecé a pensar que tal vez esta era mi oportunidad, esa que se da una sola vez en la vida. Tal vez me había llegado la hora de intentar una negociación, La Negociación. Y entonces empecé a pensar en lo que pediría a cambio de mi alma. Una fortuna, obvio. Pero no una fortuna sencilla, no. Lo que pediría sería una fortuna escandalosamente inagotable, obscenamente grande. El diablo debería hacerme asquerosamente rico antes de regir mi eternidad. Y poderoso. La sociedad entera debía colocarme en un sitial reservado para los notables por el tiempo que me quedara. Y eso, debía concederme tiempo para poder disfrutar de todo ello. No era cuestión que me jugara un truquito bajo y todo lo que me fuera concedido terminara cuando un camión me atropellara a la salida de ese boliche. No, quería por lo menos sesenta años más para poder disfrutar de mi nueva condición. E impunidad. Quería estar protegido para poder hacer lo que quisiera cuando quisiera. Y pediría mujeres, claro. Todas las que quisiera cuando quisiera. Y, por supuesto, la pediría a ella. Aunque no, mejor no la pediría. Pediría que su celulitis aumentara hasta cubrir todo su cuerpo. Y algunas verrugas peludas no le vendrían mal. Eso, celulitis y verrugas sería una combinación ideal para lo que resta de su vida. Celulitis, verrugas y un grupo de amigas arpías que se lo hicieran notar cada vez que pudieran. Y pediría talento para hacer sonar mi guitarra como nunca antes se hubiera escuchado, para que sus notas sean las más afiladas, las más precisas, las más inspiradas de todo la historia del rock and roll. Quiero tocar la guitarra como los dioses y se lo voy a pedir al diablo, me dije. Linda paradoja. Me gustó ese jueguito, me empezó a divertir. Iba a convertirme en un semidiós en la tierra y lo iba a conseguir de la mano del maligno. Cerré mi lista con lo que más ansiaba y busqué su mirada. Entonces le hablé. Lo hice tranquilo, pausado, como quien está seguro de que la conversación es sólo una formalidad para ratificar lo ya acordado. Le dije que entregaría mi alma sin problemas y enumeré la lista de banalidades que quería a cambio, y subrayé lo de banalidades para mostrarle que el trato era ampliamente ventajoso para él. Y realmente lo era, no hacía más que sumar un poco más de injusticia, lujuria, soberbia y venganza a un mundo que, para su provecho, ya tenía bastante de todas ellas. Le sonreí cuando terminé de hablar, esperando verlo sacar el contrato para rubricarlo con mi sangre. Pero no. Tardó unos segundos en reaccionar, como si no me hubiera escuchado o si no entendiera bien de qué estaba hablando hasta que finalmente enfocó su mirada en mis ojos y vi la furia de miles de años de acumular odio. Y me asusté. Me asusté mucho. Imaginé el peor de los tormentos listo para mi. El peor. Tuve que hacer un esfuerzo para imaginarlo. Y cuando se me había ocurrido, imaginé uno diez veces peor. Y entonces, sólo por un fugaz instante, también vi cansancio en sus ojos. El mismo cansancio que noté en su voz cuando me dijo: - ¿Y para qué carajo quiero yo tu alma? Y se desvaneció en medio de una humareda sofocante.
Y es así, aunque cueste un poco admitirlo hay noches en que ni al diablo le interesa tu alma.


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