Camino por el borde de un vaso. Es estrecho, pulido, resbaloso y, por supuesto, curvo. La curvatura es lo que define la esencia del vaso. He visto intentos de vasos cuadrados pero nunca me parecieron vasos. La curvatura y el poseer fondo. Mi vaso es curvo –cilíndrico diría mi profesor de geometría- y tiene un fondo lejano que no alcanzo a divisar. Está lleno de un líquido oscuro que parece agitarse con un maremoto en miniatura. Es una suerte que mis vasos siempre estén llenos. O al menos que yo siempre los vea así. Conozco demasiada gente con vasos vacíos. Es más, conozco demasiada gente que trata de convencerme de que mis vasos están vacíos. Aunque yo los veo llenos. Siempre. Incluso éste por el que camino con cuidado, tratando de no resbalar.
Camino por el borde pulido teniendo a un lado el líquido oscuro con su oleaje y al otro un precipicio interminable. El precipicio es luminoso pero no alcanzo a ver el fondo. Estoy seguro que la caída sería fatal. Aunque no vea el fondo, aunque no lo imagine.
Camino por el borde de un vaso cuidando de no despegar mis pies del vidrio. Tengo la sensación permanente de que en cuanto uno de mis pies pierda el contacto con la superficie el otro resbalará irremisiblemente. Es así que los voy deslizando por turnos, casi como si estuviera patinando sobre el cristal, sin encontrar resistencia en la superficie pero sin posibilidad de cambiar la posición de mis pies, siempre el izquierdo delante del derecho. Cada vez que el derecho avanza hasta casi tocar al izquierdo, este vuelve a alejarse hacia adelante la distancia de un nuevo paso. Cada vez que el izquierdo se aleja, el derecho vuelve a acortar las distancias y rozarle el talón, en un juego que no puedo detener. Como no levanto los pies, tampoco puedo cambiar de dirección por lo que camino siempre hacia adelante, redoblando mis esfuerzos para volver a estar siempre en el mismo lugar al completar la circunferencia, avanzando siempre por el borde de un vaso frágil y resbaloso, con el líquido oscuro que se agita a un lado y el precipicio al otro.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...