Era un escaparate brillante. Incluso desde muy lejos atraía las miradas tanto como a los insectos en verano. Debía tener por lo menos unas cuatrocientas luces de todos tipos. Las había puntuales y difusas, blancas y de colores. Siempre había sido brillante, desde el mismo momento de la inauguración allá lejos y hace tiempo, como le gustaba decir a mi tía. No serían cuatrocientas en ese entonces, pero seguro que también eran muchas. Cada temporada se renovaban junto con los productos exhibidos, buscando la mejor manera de atraer a los paseantes. Cuando llegó la época del movimiento las luces alcanzaron su esplendor. Se encendían en secuencias perfectamente sincronizadas, formando un ballet de colores que obligaba a la gente a detenerse a contemplarlo, sin importar si en la calle hacía frío o calor. Incluso hay quienes afirman haber visto muchos paseantes detenerse aún bajo la lluvia para contemplar la danza de las luces de colores de la tienda.
Un día bajaron las ventas. El jefe de ventas, un señor muy serio y preocupado, dijo que el problema era el ballet de luces, que la gente había dejado de mirar los productos por seguir el movimiento de los colores y que por eso ya no compraban tanto. Después de algunas discusiones internas se le dio la razón y los movimientos cesaron. El escaparate ya no bailaba, pero seguía siendo brillante con sus cuatrocientas luces encendidas al unísono, con una mezcla de colores digna de la mejor paleta de arte pop.
Pero las ventas siguieron bajando. El jefe de productos, un hombre claramente trabajador, dijo que el problema era que la mezcla de colores impedía ver con claridad las virtudes de los productos, por lo que la gente no podía apreciar sus bondades para comprarlos. Esta vez hubo algo más de resistencia, ya que el jefe de productos era muy bueno haciéndolos pero no tenía por qué entender acerca de cómo mostrarlos, según dijeron algunos en voz baja. Finalmente, como las ventas seguían bajando se decidió apagar las luces de colores y dejar las blancas. El escaparate ya no parecía una paleta pop, pero seguía siendo brillante con su pluralidad de luces perfectamente blancas.
Las ventas no aumentaron. El jefe de servicios, un hombre muy atento, dijo que el problema eran las luces difusas, que aplastaban los contornos y borraban las diferencias entre los productos por lo que la gente no sabía por cuál decidirse. Aquí ya hubo más resistencia. Incluso hay quienes dicen que el propio escaparate parecía quejarse el día en que decidieron apagar las luces difusas y dejar sólo las puntuales, iluminando cada producto por separado cual actores de un unipersonal. Ahora el escaparate ya de lejos no parecía tan brillante, pero si uno lo miraba de cerca y ponía atención, poco a poco la sinfonía de luces puntuales creaba juegos de fondo y figura dignos del mejor teatro negro, lo que lo hacía realmente interesante.
Las ventas cayeron otra vez. No mucho, pero si lo suficiente como para generar cierta inquietud. El jefe de finanzas, un señor que hablaba poco y sonreía menos, dijo que el problema era que las luces iluminaban por igual a todos los productos, por lo que de esa manera no se destacaba ninguno. Esta vez las protestas fueron airadas. Quién se pensaba que era el jefe de finanzas para decir que algunos productos merecían destacarse sobre otros. Pero las ventas seguían bajando y, finalmente, se decidió quitar las luces de más de la mitad de los productos y dejar sólo aquellas que iluminaban a los que creyeron más atraerían al público. El escaparate era ahora una expresión del minimalismo tan de moda, con un entorno oscuro que destacaba nítidamente a las vedettes del negocio con sus seguidores poderosos.
Cuando las ventas no aumentaron el jefe de mantenimiento, un señor muy práctico, dijo que lo mejor era apagar todas las luces, que así los productos se verían con luz natural tal cual eran y que, de paso, se ahorraría el costo que generaba mantener el escaparate encendido. Esta vez casi no hubo protestas, tal era el desanimo que reinaba en el negocio cuando se apagó la última luz. El escaparate ya no brillaba. Seguía mostrando los mismos productos de siempre, pero ya no tenía las luces de colores ni los movimientos ni los destaques. Y la gente, que nunca tuvo demasiada sensibilidad, ya no se detenía frente a él ni siquiera para atarse los cordones.
Las ventas cesaron y el negocio finalmente cerró, a la espera de un cambio de firma que le devuelva las luces y el color.
Cualquier parecido entre un escaparate y diez años de matrimonio queda por cuenta de quien tenga facilidad para la asociación libre.
Un día bajaron las ventas. El jefe de ventas, un señor muy serio y preocupado, dijo que el problema era el ballet de luces, que la gente había dejado de mirar los productos por seguir el movimiento de los colores y que por eso ya no compraban tanto. Después de algunas discusiones internas se le dio la razón y los movimientos cesaron. El escaparate ya no bailaba, pero seguía siendo brillante con sus cuatrocientas luces encendidas al unísono, con una mezcla de colores digna de la mejor paleta de arte pop.
Pero las ventas siguieron bajando. El jefe de productos, un hombre claramente trabajador, dijo que el problema era que la mezcla de colores impedía ver con claridad las virtudes de los productos, por lo que la gente no podía apreciar sus bondades para comprarlos. Esta vez hubo algo más de resistencia, ya que el jefe de productos era muy bueno haciéndolos pero no tenía por qué entender acerca de cómo mostrarlos, según dijeron algunos en voz baja. Finalmente, como las ventas seguían bajando se decidió apagar las luces de colores y dejar las blancas. El escaparate ya no parecía una paleta pop, pero seguía siendo brillante con su pluralidad de luces perfectamente blancas.
Las ventas no aumentaron. El jefe de servicios, un hombre muy atento, dijo que el problema eran las luces difusas, que aplastaban los contornos y borraban las diferencias entre los productos por lo que la gente no sabía por cuál decidirse. Aquí ya hubo más resistencia. Incluso hay quienes dicen que el propio escaparate parecía quejarse el día en que decidieron apagar las luces difusas y dejar sólo las puntuales, iluminando cada producto por separado cual actores de un unipersonal. Ahora el escaparate ya de lejos no parecía tan brillante, pero si uno lo miraba de cerca y ponía atención, poco a poco la sinfonía de luces puntuales creaba juegos de fondo y figura dignos del mejor teatro negro, lo que lo hacía realmente interesante.
Las ventas cayeron otra vez. No mucho, pero si lo suficiente como para generar cierta inquietud. El jefe de finanzas, un señor que hablaba poco y sonreía menos, dijo que el problema era que las luces iluminaban por igual a todos los productos, por lo que de esa manera no se destacaba ninguno. Esta vez las protestas fueron airadas. Quién se pensaba que era el jefe de finanzas para decir que algunos productos merecían destacarse sobre otros. Pero las ventas seguían bajando y, finalmente, se decidió quitar las luces de más de la mitad de los productos y dejar sólo aquellas que iluminaban a los que creyeron más atraerían al público. El escaparate era ahora una expresión del minimalismo tan de moda, con un entorno oscuro que destacaba nítidamente a las vedettes del negocio con sus seguidores poderosos.
Cuando las ventas no aumentaron el jefe de mantenimiento, un señor muy práctico, dijo que lo mejor era apagar todas las luces, que así los productos se verían con luz natural tal cual eran y que, de paso, se ahorraría el costo que generaba mantener el escaparate encendido. Esta vez casi no hubo protestas, tal era el desanimo que reinaba en el negocio cuando se apagó la última luz. El escaparate ya no brillaba. Seguía mostrando los mismos productos de siempre, pero ya no tenía las luces de colores ni los movimientos ni los destaques. Y la gente, que nunca tuvo demasiada sensibilidad, ya no se detenía frente a él ni siquiera para atarse los cordones.
Las ventas cesaron y el negocio finalmente cerró, a la espera de un cambio de firma que le devuelva las luces y el color.
Cualquier parecido entre un escaparate y diez años de matrimonio queda por cuenta de quien tenga facilidad para la asociación libre.