Una idea que me llena de rechazo es la de la clonación. Imagino cientos de Fernandos iguales a mi, repitiendo uno a uno mis aburridos gestos y no puedo soportarlo. Cientos de Fernandos tomando su taza de té a sorbos pequeños. Cientos de manos mojando el pan en la salsa y manchando las remeras. Cientos de rodillas defectuosas, soportando con resignación cientos de kilos excedidos. Imagino su aliento por las mañanas, su mal humor después de las siestas, sus esposas clonadas reprochando por cientos las mismas faltas al mismo tiempo. Imagino cientos de laringes roncando en la misma noche, cientos de bocas babeando cientos de almohadas. Imagino a todos los clones juntos en la misma casa, moviéndose al unísono, hablando con las mismas palabras, llenando habitaciones con figuras seriadas que no dejan espacio, que sofocan, que quitan el aire y se quejan por no poder respirar. Imagino la fila con cientos de Fernandos esperando su turno para ir al baño, las caras de dormidos, los ojos con lagañas. Imagino cientos de llamadas del banco reclamando por cientos de hipotecas impagas. Cientos de pares de zapatos alineados dentro de un vestidor interminable. Cientos de trajes de la misma tela esperando que comience el día. Cientos de tostadas quemándose en la cocina. Cientos de silencios. Cientos de frustraciones. Cientos de proyectos destrozados por cientos de realidades encontradas. Imagino cientos de Fernandos apretándose contra otros cientos de miles en el subte a la mañana. Andenes llenos de rostros iguales luchando por el lugar donde debe abrirse la puerta. Cientos de caras ausentes, absortas en cientos de diarios iguales abiertos en la misma página. Imagino cientos de autómatas caminando por los pasillos de la oficina. Cientos perdiendo miles de minutos junto a las máquinas de café, enfrascados en cientos de conversaciones intrascendentes. Cientos de estómagos digiriendo cientos de comidas en restaurantes de segunda, con exceso de aceites recalentados cientos de veces. Cientos de verrugas subiendo y bajando rítmicamente con la respiración de cientos de pulmones manchados por el tabaco. Cientos de toses en las mañanas de invierno. Cientos de sudores en las noches de verano. Imagino una uña, la del dedo gordo de mi pie derecho, la que nunca pude entender por qué es oscura y rugosa y la multiplico por cientos, todas iguales, todas oscuras, todas inexplicables y las veo alineadas en un piso donde sólo pueden verse cientos de pies iguales uno junto a otro, la uña oscura apareciendo cada nueve claras, como las teclas de un piano oloroso, sudoroso, piloso, que cubre el suelo de una habitación larga como toda la cuadra. Imagino mis cabellos cortados cientos de veces por el mismo peluquero, en un maratón que lo agobia. Cada vez que cree haber terminado, la misma cabeza vuelve a mostrar la misma cabellera desprolija y vuelta a empezar. Imagino su desesperación frente a la fila de Fernandos que esperan su turno para hacer el mismo corte, siempre igual, uno tras otro. Imagino cientos de angustias por el alquiler que no se paga. Cientos de saludos al portero por la mañana, bajando la cabeza para evitar cualquier reclamo. Cientos de pelos creciendo absurdamente en el interior de cientos de narices, para que cientos de Fernandos los recorten con esmero frente al mismo espejo. Cientos de ojeras después de una noche agitada. Cientos de aspirinas para un mismo dolor de cabeza. El mismo chiste contado cientos de veces por la misma cara sin gracia, equivocándose cada vez en la misma parte, olvidándose cientos de veces el final para improvisarlo balbuceante. Imagino cientos de dedos meñiques llevando el anillo que ya no cabe en el anular. Cientos de orejas redondeadas, todas atentas a un mismo sonido. Cientos de cinturas doliendo después del mismo esfuerzo. Cientos de Fernandos contando la misma mentira para darse importancia ante los ojos de sus esposas clonadas, que fingen escucharlos y creerles. Imagino, en fin, una sucesión interminable de rostros como el que odio cada mañana y entonces me enfermo de sólo pensarlo.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...