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Entradas

El gesto

Trabajo con una rata. Tiene la cara en punta, los bigotes finitos, la nariz triangular y los dientes del maxilar superior salientes. No todos, sólo las paletas, ligeramente torcidas y siempre escapando por entre sus labios que se estiran en una sonrisa fácil. Esa sonrisa ayuda para que muchos la confundan y crean que es un hámster o una ardilla, pero es una rata, qué duda cabe. Los que la confunden compran su afabilidad instantánea y la pose inofensiva, su chiste fácil, las anécdotas repetidas acerca de sus viajes y noches por el mundo, esas historias de grupos que nunca duran, de búsquedas sólo turísticas y fotos intencionadamente extrañas. Tiene ese carisma que la hace parecer un hámster, una ardilla, pero es una rata. Debajo de las pieles importadas, debajo de los vestuarios falsamente descuidados, debajo de los looks construidos con años de imitación de personalidades admiradas no hay otra cosa que un espantoso, sucio y ruin pelo de rata. Y no es la cola lampiña lo que la distingue

El viaje de Mario

El sol se está poniendo. No debería estar tan duro, me molesta en los ojos. Me pega justo justo adelante y no veo la ruta. Debería haber viajado de noche.  La luna nunca jode, pero el sol pega duro, como si se empeñara en recordarme que no debería estar yendo, que el viaje no va a terminar en nada bueno. Y la música no ayuda. La cadencia, la monotonía. Debería tranquilizarme y sin embargo tiene algo que me jode, hay algo intangible e inexplicable que me rompe soberanamente las pelotas. No entiendo bien por qué no puse rock and roll en lugar de esta mierda tan lenta, tan cadenciosa, tan monocorde. Si sigue mucho más creo que voy a estallar en una explosión de violencia infinita, tan infinita como esta letanía insoportable. Y el sol que pega de frente mientras se empieza a esconder en la línea interminable de la pampa. Horizonte infinito y música monocorde, una combinación que me exaspera de a poco. Me molesta. Me siembra ira. La siento crecer. La molestia arrancó ahí, apenitas por encim

Series VII

Martín murió a las seis de la tarde, aunque para él no era muy importante el horario ya que llevaba una semana en coma. Lo velaron esa noche y a la mañana siguiente lo enterraron en una ceremonia sencilla. Había muchos deudos, Martín era querido por todos los que lo conocían y amado por sus amigos y su familia. Cremarlo fue una opción, pero finalmente se enterró su cuerpo en un ataúd modesto, de precio medio porque a la familia no le sobraba el dinero. Esa modestia permitió que las termitas abrieran agujeros en la madera en pocas semanas y los gusanos comieran su cuerpo magro, multiplicándose y engordando con entusiasmo. Tanto engordaron que llamaron la atención de uno de los teros que vivían en el cementerio, en el solarcito despejado que quedaba a poco más de veinte metros de la tumba. Los dos teros, macho y hembra, se alimentaron con esos gusanos en la semana que pusieron sus huevos, tres para ser más exactos, huevos que cuidaron con la devoción y fiereza que caracteriza a estas ave

Nunca hagas negocios con un yonqui (libro)

Nunca hagas negocios con un yonqui (Spanish edition)

Visita

Hace años que me visita un fantasma. Bah, no sé en realidad si decir que es un fantasma o un muerto, no termino de entender la diferencia, aunque a falta de una explicación mejor me gusta pensar que lo que define a uno y otro es algo así como su manifestación física. Es pensar que quizás la diferencia pase por lo corpóreo de la aparición. Tal vez los fantasmas sean sólo imagen, algo así como el holograma de los muertos, un estadio más avanzado y esencial que ha conseguido prescindir de toda materia para mostrarse sólo como imagen. Si aceptamos esto, lo que me visita hace años es definitivamente un muerto. Su cuerpo es palpable. Sus carnes putrefactas de color gris terroso, llenas de pústulas y a punto casi de desprenderse de sus huesos, son bien concretas y cada vez que viene se instalan frente a mi tratando de llamar mi atención. Sus ropas de color indefinido, harapos cubiertos de polvo, no logran ocultar a los gusanos que lentamente lo van carcomiendo, horadando sus tejidos por aquí

Hay noches

Anoche me encontré con el diablo. Sí sí, con el malo en persona. Estaba en un boliche, sentado en el medio de un montón de gente. Y no era el diablo en su versión prolija, esa disimulada con traje de abogado y peinado con gel. Tampoco era un diablo sexy de minifaldas y sonrisa de modelo. Ni siquiera uno musculoso con campera de cuero, lleno de anillos y collares de oro. No, no. Era el diablo en su versión más guarra, más desprolija y escatológica, sudado, rojo, con escamas y cuernos. Olía a excrementos acumulados por años, con ese olor ácido y penetrante que uno cree jamás podrá lograr erradicar de sus fosas nasales. Su voz era realmente espantosa. Hablaba con lenguas de fuego y su voz resonaba entre miles de cavernas repletas de criaturas malignas que chillaban acompañando sus sonidos. De todo su cuerpo emanaba humo de color oscuro, denso, pegajoso. Tenía alas de murciélago, membranosas y con dedos rematados por largas garras. Pero su aspecto no era lo más atemorizante. No, lo peor er

Razones

Puede haber variadas, innumerables razones para volar en Nochebuena. Mirando los rostros de las personas que se amontonan en esta sala de preembarque se lee un muestrario de ellas. La rubia de la revista, por ejemplo. Todo en su aspecto trata de decir que está más allá de las fechas y las costumbres. Los pantalones raídos, la gorrita vuelta hacia atrás, la cara sin pintar, la mirada desafiante. Seguramente hay detrás una historia de rebeldía familiar. La pelea con un padre distante y autoritario cuando la nena se puso las primeras minifaldas y un desgarro mortal cuando ella vio que la madre, a quien siempre creyó de su lado, terminó apoyando al padre en la censura de ese noviecito desaliñado que ahora recuerda con cariño sólo por haberle servido de detonante para salir de casa a ver el mundo. O tal vez es más clásico aún. Tal vez hay un pasado en colegio de monjas y medias de algodón siempre levantadas hasta las rodillas. Tal vez hay una salida de la burbuja de cristal de la mano de un

Momentos

- A ver, a ver, ¿cómo es? Explicámela de nuevo que no la entendí. - Es muy simple. No hay nada raro. No sé si es el lenguaje adecuado, pero es simple. Los matemáticos lo llaman punto de inflexión o algo así. Los filósofos y los teólogos lo discuten desde el concepto de libre albedrío y esas cosas. Para mi es más sencillo. Yo lo veo más como una bifurcación, como caminos que se abren frente a vos y te obligan a elegir. Es el punto exacto de cada día en que tiempo y espacio se cruzan, en que elegir hacia qué dirección avanzar significa modificar los próximos años de tu vida. Es ese momento del día en el que tenés la posibilidad de cambiar tu vida por completo. Y ojo, te aseguro que todos los días tenés un momento como ese. No te digo el momento de tomar grandes decisiones. No hablo de casarse, conseguir un laburo o largar la facultad. Mucho menos de decidir tener un hijo o irte a vivir a otro país. No, son momentos de decisiones aparentemente mucho más pequeñas. No es ni siquiera el mome

Series III

Rema. El bote es enorme, veinticinco metros de eslora por lo menos. Y es un bote. Sin velas ni motor. Y él rema. Con dos cucharas de madera, de las que las abuelas usan para revolver el guiso y que no se pegue. Parece increíble que el bote avance sólo por el agua que empujan esas dos cucharas. Y sin embargo avanza. Y a buena velocidad. Más de once nudos. Apenas un poco más, pero lo suficiente como para que el viento se sienta como si volaran sobre el agua. Rema y no se detiene. El esfuerzo se nota en su rostro, en la tensión de las venas de su cuello, en los bíceps a punto de explotar, en la espalda que le duele. Rema sin parar y el bote sigue avanzando sin costa a la vista. A pesar del peso. A pesar de la carga. A pesar de todos los pasajeros que lleva el bote. Que lo miran remar y comentan. Que le dan indicaciones. Que caminan por el bote y desequilibran los pesos. Que se enojan si el agua los salpica cuando hace frío. Que cuando sale el sol se sientan sobre sus

Claro, si para eso entró a la crisálida.

No sabía que estaba cambiando. O sí sabía, pero no quería darme por enterado. Es como si por no reconocérmelo a mi mismo entonces no fuera a suceder. Es como si pudiera evitarlo por el solo hecho de no asumirlo. Pero no, realmente estaba cambiando. Y claro, si para eso entró a la crisálida. Ahí, delante de todos. Justo frente a mi nariz. Y yo no lo vi. No quise verlo y no lo vi. Así de simple. Y eso que todos los demás me decían que estaba cambiando, que cuando saliera ya no iba a ser igual, que para eso había entrado a la crisálida. Y yo negándolo. Que no, que no es una crisálida, que se parece pero que no, que no va a cambiar, que no puede cambiar. Y todos me decían que mirara los cambios, que la crisálida era cada vez más transparente y que se veía su cambio a simple vista, que no fuera necio y empezara a mirar. Y yo que no, porfiado y arrogante. Que no, que no va a cambiar. Que eso es imposible. Que alguien no cambia a esta altura de su vida, que ya tiene su personalidad definida y