Rema. El bote es enorme, veinticinco metros de
eslora por lo menos. Y es un bote. Sin velas ni motor. Y él rema. Con dos
cucharas de madera, de las que las abuelas usan para revolver el guiso y que no
se pegue. Parece increíble que el bote avance sólo por el agua que empujan esas
dos cucharas. Y sin embargo avanza. Y a buena velocidad. Más de once nudos.
Apenas un poco más, pero lo suficiente como para que el viento se sienta como
si volaran sobre el agua. Rema y no se detiene. El esfuerzo se nota en su rostro,
en la tensión de las venas de su cuello, en los bíceps a punto de explotar, en
la espalda que le duele. Rema sin parar y el bote sigue avanzando sin costa a
la vista. A pesar del peso. A pesar de la carga. A pesar de todos los pasajeros
que lleva el bote. Que lo miran remar y comentan. Que le dan indicaciones. Que
caminan por el bote y desequilibran los pesos. Que se enojan si el agua los
salpica cuando hace frío. Que cuando sale el sol se sientan sobre sus
remos/cucharas para ser mecidos con los pies en el agua. Que le piden pan para
tirarle a las gaviotas. Rema y no ceja. Con la proa buscando el rumbo. Con la
tozudez de los convencidos. Rema sabiendo que no tendrá descanso, que su lugar
está en ese asiento, con los remos en la mano, noche y día paleando agua,
haciendo que el bote avance como poseído, llevando la carga. En el sorteo
inicial le tocó el esfuerzo y parece que no le interesa discutirlo. Aunque no
recuerde el sorteo. Aunque no tenga claro porqué él pidió ese número. Si es que
lo pidió. Tampoco recuerda el naufragio, ni porqué hay tanta gente en ese bote.
¿Su bote? No lo sabe. No se lo pregunta. Rema y rema. Sin parar. Sin descansar.
Sin claudicar. Sin escuchar las sugerencias. Sin saber si algún día llegará a
la costa. A alguna costa. Rema y rema. Sus movimientos parecen mecánicos. Hace
mucho que rema. Y sigue remando. Rema aunque el bote por momentos parece una
cáscara de nuez. Y por momentos parece un trasatlántico, un crucero de lujo. Y
él sigue remando. Hacia la costa. Hacia alguna costa. Rema. Y en su puta vida
le gustó el mar.
Recuerdo perfectamente cómo empezó ese día, aunque no recuerdo qué es lo que hizo en ese momento que lo recuerde. No es que haya sido algo extraordinario, pero fue como si por alguna razón los acontecimientos cotidianos cobraran una relevancia nunca antes alcanzada. Está bien, no es que fuera un día más, pero tampoco puede decirse que no fuera el corolario lógico y esperable de todo lo que había sucedido en los últimos cinco años. La imagen es la de un rodaje que comienza en el momento en que alguien grita ¡Acción! y entonces se dispara la secuencia. Como si todas las cosas de la Creación estuvieran acomodándose en su lugar exacto para originar lo que vino, como si todo empezara a encajar en un guion establecido de antemano por una mente perversa. Y es que no puede dudarse de la inteligencia del guion. Y tampoco de su maldad. La vida tiene un equilibrio increíble. Como en los juegos de un dominó gigante, cada pieza encaja con la que la precede y determina la que le sigue. Si cambiamos