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Mesas de bar

El joven tomó un sorbo y se limpió la espuma que blanqueó su bigote. Se echó hacia atrás sobre el respaldo y con aire de profesor en clase magistral retomó su relato.
- Sentado a la mesa de un bar me enganché a mi primera novia. Tenía catorce años e íbamos a lo que para mí era en ese entonces el paraíso de mi independencia: un fast food donde parábamos y tomábamos milkshake y comíamos hamburguesas y papas fritas. Esa vez, en lugar de sentarnos uno frente al otro nos ubicamos del mismo lado de la mesa y apartados del grupo. No me puedo acordar qué carajo dijo cada uno, pero al final nos dimos un beso y la acompañé a la casa. Me la acuerdo clarito clarito: La mesa estaba revestida con fórmica amarilla, estaba empotrada en la pared y tenía dos bancos largos, uno a cada lado, también revestidos con fórmica. Supuestamente era para cuatro, pero esa vez éramos sólo dos. En las mesas del boliche de la otra cuadra del colegio empecé a tomar cerveza. Nos rateábamos a la mañana temprano y nos íbamos a desayunar: un chopp bien helado y un plato de papas fritas con ketchup o mayonesa. Las mesas eran de madera oscura, sin barniz. Estaban escritas y grabadas por todos lados. Tenían nombres, fechas, dibujos. Tenían marcas de todo lo que habían presenciado. Algunos de mis amigos hicieron muchas de esas marcas, pero yo no; siempre pensé lo mismo y nunca pude lastimar a una mesa de bar.
Se detuvo y bajó la mirada, fijándola en la mesa donde se perdió por un momento. Tomó otro trago, esta vez más largo, y siguió
- En un bar de Brasil me maté con la primera mina de la que ni siquiera supe su nombre. Yo había tomado bastante y fumado un poco -no recuerdo si exactamente en ese orden- y ella se sentó no sé por qué; creo que había venido con alguno de mis amigos o alguna cosa por el estilo. Tenía una pierna enyesada y un shorcito chiquito. Se apoyó en la mesa y pidió caipirinha. Descansó su pierna sobre la mía y al ratito estábamos transando como en la peor película de telo. Me acuerdo del bar, un bolichito abierto a la calle, sin puertas ni ventanas ya que sólo tenía tres paredes. Mesitas chiquitas, de madera clara y berreta que parecía casi madera balsa. El pueblo era una única calle llena de bares y después posadas y la playa: la perfecta representación del Paraíso. Siempre que salí con alguien terminé o empecé frente a la mesa de algún bar.
El mozo se acercó con otro vaso y retiró los vacíos.
- Con ella no nos encontramos por primera vez en un boliche, pero fue frente a las mesas de muchos bares donde nos fuimos desnudando de a poco. Yo sabía cuando la vi que ella era la única, pero igual me encantó el ejercicio. Tengo pocos recuerdos tan felices como esas noches de cafés y pubs, de hablar hasta el desayuno seduciéndonos con cada gesto. Mesas barnizadas de maderas baratas; llenas de inscripciones y leyendas. Mesas de luces tenues y tazas rústicas, de sillas cercanas e intimidad cómplice. Buscábamos siempre alguna que no estuviera demasiado cerca de nadie y nos quedábamos horas y horas, las manos apoyadas sobre la mesa siempre a punto de rozarse como sin querer, los ojos dentro de los ojos, los labios separados por una mesa de bar.
Aquí el silencio fue más profundo. Pareció que sus ojos se ocultaban tras una pequeña nube. Se hizo más largo hasta que volvió a hablar, ahora con voz un poco más distante.
-En las mesas de este boliche fuimos creciendo con mis amigos. Nos contamos nuestras conquistas, discutimos los partidos, arreglamos y destruimos el mundo catorce millones de veces. Mesas de madera y sillas de mimbre; mesas con litros de cerveza volcados y cáscaras de maní. Mesas que se cagaron de risa con nosotros y que soportaron nuestras peleas mortales por ese gol que no fue o por esa mina que sí fue y de varios. A este boliche vine a sentarme el día que dejé a mi novia porque ella había vuelto, rito que tuve que repetir varias veces. En aquella mesita del rincón, la redondita con canto de chapa, un día me hice el duro y le dije que estaba bien, que había aprendido que era lo suficientemente fuerte como para seguir viviendo sin ella aunque no fuera lo mismo. ¿Sabés cuántas mesas de bar me escucharon decir que era un boludo por andar diciendo boludeces como esa? ¿Sabés en cuántas me arrepentí y me lo tuve que tragar junto al tequila? Eso sí, siempre con esta dignidad y con la maravillosa posibilidad de apoyarme en una mesa de bar.
Levantó la cabeza y miró sin ver. Sus ojos estaban fijos en la idea que iniciara su monólogo
- Fue en una mesa de bar donde festejamos el primer hijo del grupo. Eran unas mesitas en la calle, con sillas desparejas, con materiales mezclados sin mucho criterio. Era verano y estábamos todos tan contentos que nos reíamos por cualquier cosa, como las colegialas en un bondi. Nos tuvieron que echar cuando cerraban porque parecíamos pegados a las mesas. Creo que ese boliche lo cerraron. Nunca supe qué pasó con sus mesas. Alguien debería saberlo; no sé, tendría que haber forma de averiguarlo...
En las mesas de un bar posmo me di cuenta que no soportaba a uno de mis mejores amigos. Lo vi ahí, apurado, encajando perfectamente entre las luces de neón y las telas pretenciosas, entre los teléfonos celulares y las minicomputadoras y entendí al toque que se había pasado al otro lado. Nunca volví a ese bar ni tampoco a ver a ese tipo; ¿entendés? Yo conozco gente que te cala una persona por los zapatos que usa, y te digo que es muy difícil que la pifie. Por eso no entiendo por qué te parece tan raro. Yo uso este sistema, viejo, y te aseguro que es así; haceme caso: nunca confíes en alguien que no pueda estar varias horas sentado a la mesa de un bar.


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