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Germán y la tararira

Germán estaba en un universo blanco. Se movía como borracho, entrecerrando (¿entreabriendo?) sus ojos para tratar de distinguir algo en la claridad que lo cegaba. A su alrededor todo era blanco: el piso, el cielo, el aire; todo blanco y radiante. En realidad, no podía hablarse de piso, cielo y aire; simplemente se encontraba inmerso en un medio absolutamente blanco. Como un pollo dentro del huevo, no existía para él ninguna referencia de espacio o tiempo. Ni adelante ni atrás, ni arriba ni abajo tenían demasiado sentido. Lo que llegaba era exactamente igual a lo que se iba, lo que pasaba, a lo que permanecía; todo era lo mismo en su inmaculado universo blanco. De hecho, nunca tuvo la sensación de que algo realmente sucediera. No sentía hambre ni frío ni calor. No sufría necesidades. No quería. No deseaba. Parecía poder permanecer eterno e inalterable en el seno de la pureza que lo amparaba. Hasta que aprendió a pensar y se angustió. Quiso imaginar cada una de las cosas que podría tener en su mundo y no se le ocurrió nada. Nunca había visto otra cosa que su propio cuerpo y la luz que lo rodeaba; pero empezó a parecerle insuficiente. Su angustia creció. Quiso olvidarla pero no pudo. Algo le decía que si perdía su angustia volvería a estar irremediablemente solo. Eternamente satisfecho. Entonces vio una salida. Concentró toda su energía en pensar un mundo exactamente opuesto al que lo rodeaba. El esfuerzo lo agotó al principio; sin embargo, se sentía entusiasmado: por fin tenía algo que hacer.
Lentamente empezó a percibir un puntito negro. Su sola visión lo excitó sobremanera. Era la primera vez que aparecía en su mundo algo que no formaba parte de su cuerpo. Quiso ir hacia él y el puntito creció. Junto con él crecía su capacidad de pensamiento. Recordó cuando todo era blanco y descubrió que podía tener memoria. Algo le dijo que su memoria podía guardar otros conocimientos. Sus pensamientos eran cada vez más veloces y precisos. También sus movimientos. Siguió acercándose al punto negro y lo vio crecer y crecer hasta transformarse en un señor agujero negro. Germán se detuvo en el borde y trató de asomarse, pero sintió vértigo. No es que tuviera otra opción, pero un agujero negro es un agujero negro ya sea en cualquier lado que se encuentre; además, tampoco era cuestión de andar metiéndose en todo orificio que apareciera. Lo pensó un rato (nunca le gustaron las opciones blanco-negro), probó primero con un pié y finalmente dio un saltito y cayó.
Cayó y cayó hasta que se dio cuenta de que no era él el que caía sino el agujero el que crecía a su alrededor. Allí podía tener los ojos perfectamente abiertos (ya no había reflejos), pero no le servía demasiado porque no veía ni a un centímetro de sus pestañas (¿alguien ve a un centímetro de sus pestañas?). Sin embargo estaba feliz; la novedad lo atraía y estimulaba su mente, que trabajaba sin interrupción. Como flashes de un videoclip acelerado pasaban por su cabeza las imágenes de una vida desconocida pero familiar. Rostros y lugares se sucedían sin ningún orden aparente en una confusión maravillosa y placentera. No quería detenerse y se dio cuenta que no se detendría. En un momento una imagen se grabó en su mente. Recordó las noches del campo. De un campo lejano y tranquilo, plano hasta donde alcanzaban los ojos, poblado de sombras y techado por innumerables puntos de luz. Lentamente aparecieron a su alrededor miles de estrellas amarillas. Quiso acercarse, palparlas, probarlas. Las estrellas crecían a su lado a medida que él se movía hacia ellas. Cuando una estuvo lo suficientemente cerca, Germán saltó hacia ella y su mundo tomó el color del sol.
Se sentó a descansar sobre una enorme pepita de oro y trató de ordenar sus pensamientos. Conocía los objetos que lo rodeaban como si hubiera vivido siempre entre ellos, y los que le resultaban desconocidos atraían su curiosidad y despertaban su interés. Los estudiaba, aprendía de ellos y los guardaba en su memoria. Los designaba. Paraísos en otoño, rosas y tulipanes amarillos y una bandada de canarios lo acompañaban como si su presencia no fuera en absoluto extraña en ese lugar. En un momento vio acercarse un taxi neoyorquino que se detuvo junto a él. Se abrió la puerta y salió una tararira que se paró feliz a menos de dos metros de su asiento. El animal se quitó los anteojos oscuros que traía (sabido es que los peces detestan la luz del sol, caso contrario vivirían en la superficie) y lo saludó con un cortés “buen día”. Sin salir de su asombro, Germán preguntó cómo podía ser que una tararira hablara, a lo que el pez, entre sorprendido e indignado, respondió que nada lo impedía. Esto dejó al hombre sin argumentos, por lo que ya no tenía motivos para asombrarse y no se asombró más.
Se quedó allí conversando con el pez como si fueran amigos de toda la vida. Hablaron de cosas pequeñas y grandes; hablaron de juegos y aventuras y Germán se sorprendió por todo lo que conocía. En un momento se acordaron del mar y a los dos les entró la nostalgia mientras un azul con ondas verdes los iba rodeando, sumergiéndolos. Cuando Germán se vio completamente tapado le dio pánico. Lleno de angustia le dijo a su amiga que él era un hombre y que los hombres no podían vivir en el agua porque se ahogaban. La tararira sonrió (o boqueó, que es la sonrisa de los peces) y le dijo que él podía estar donde quisiera. Al principio, Germán no comprendió y siguió ahogándose; pero después se dijo que para qué, si no quería, y no se ahogó más.
Las estrellas de mar y las anémonas lo vinieron a saludar y una nube de cornalitos lo invitó a jugar. Se subieron a una calesita de hipocampos y Germán sacó varias veces la sortija (para ser sinceros, habría que decir que el pulpo calesitero se la daba porque sabía que eso lo ponía contento). Bailó con las medusas, le sacó punta a un pez espada y ayudó a un bagre a engominarse los bigotes para ir a una fiesta, mientras su amiga lo acompañaba paseándose con elegancia. Y si veía peces de río y de mar, de aguas frías y calientes, de profundidad y de superficie no se asombraba: si él podía estar allí por qué no ellos. Cuando se sintió cansado se recostó en una ostra tapándose con el manto. Recogió una perla del tamaño de una naranja y se maravilló por su belleza. El mundo se reflejaba en su superficie curva y pulida adquiriendo nuevas formas. Se quedó pensando un rato largo, hasta que finalmente se decidió y, mirando a los ojos de pescado de su amiga, preguntó:
- Dijiste hace un rato que podía ir donde quisiera, ¿eso significa que también puedo hacer lo que quiera?
La tararira hizo un gesto como si hubiera estado esperando la pregunta y dijo que sí, que todo lo podía, pero que con cada elección que hiciera su universo potencial se limitaría.
El hombre no comprendió del todo la respuesta, pero de todas formas la guardó en algún lugar de su mente. Quiso viajar y el mar se convirtió en selva y el azul fue verde y los peces reptiles, mamíferos y aves. Se hamacó con los monos y jugó a las escondidas con un grupo de gacelas. Vio el mundo desde el cuello de una jirafa y rugió con el león. Salió de cacería junto al tigre pero le dio pena y abandonó. Cuando se despidió supo que a partir de ese momento debía cuidarse, él también podía ser una presa. Después visitó las montañas y conoció las nieves eternas. Saltó de roca en roca junto a las cabras y aprendió a subsistir con medios escasos. Conoció al águila y al cóndor y voló con ellos por cumbres y valles. Regresó a sus nidos una y otra vez y comió de sus picos como un pichón más; pero aunque nunca se lo dijeron, siempre supo que era diferente.
Cuanto más viajaba, más aprendía y más enigmáticas le resultaban las palabras que le dijera aquella vez la tararira. Hasta que un día comprendió que no era mucho lo que sabía y quiso volver al mar. Se sentó en la playa y contempló la superficie en perpetuo movimiento. Las gaviotas lo acompañaban con sus graznidos y peleas. La espuma iba y venía y Germán esperaba. Sabía que no podía volver a sumergirse pero no entendía demasiado bien por qué. Se quedó dormido. Cuando despertó (¿Cuando despertó?) vio a la tararira tratando de abrir un coco con sus dientes y, lo que es peor, consiguiéndolo. Corrió a abrazarla mientras ella boqueaba con esa sonrisa que le conocía y se puso a contarle sus aventuras.
Estuvieron en esa playa mucho tiempo y Germán no paró de hablar del mundo que había visto. La tararira decía poco y escuchaba mucho (lo que siempre ha sido una virtud entre los peces) hasta que, finalmente, el hombre calló y ella preguntó.
-¿Por qué volviste?
Germán dudó un instante y en el silencio se escuchó el ruido de las olas convirtiéndose en espuma. Sin mirar a los ojos a su amiga dijo:
- Allá abajo dijiste que podía hacer lo que quisiera...
- Y que con cada elección tu universo potencial se limitaría.- agregó la tararira como al descuido. 
El hombre siguió sin comprender del todo y volvió a preguntar
- ¿Y si quisiera ir a casa?
Germán nació en ese instante y todavía estaba confundido. Las visitas, los peluches, los pañales y los horarios de comidas le hicieron olvidar lo que había aprendido en el mar. Por eso nunca pudo comentar con nadie lo que le dijera su amiga y cuando lo recordó, más de noventa años después, todos creyeron que deliraba por su senilidad. Lamentablemente, en esa época ya no tenía ganas de hacer nada más y eligió morirse.



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