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Ya no

Ya no soy joven. Ya no soy virgen. Ya no soy estudiante. Ya no soy alumno. Ya no me estoy preparando. Ya no soy proyecto. Ya no puedo ser el nueve de Boca. Ya no quiero ser bombero ni astronauta. Ya no voy a ser alto. Ya no voy a ser petiso. Ya no voy a ser niño prodigio. Ya no voy a ser adolescente conflictuado. Ya no me importa a qué altura tengas las tetas, ni si te gusta el rock, el pop o las baladas. Ya no me fijo en las formas. Ya no protesto. Ya no me parece de vida o muerte usar corbata ni si las medias combinan o no con el sweater. Ya no me gusta tu histeria, no me divierte. Ya no tengo tan claro cuál es el bien y cuál es el mal. Ya no les creo. Ya no tengo opiniones formadas. Ya no me preocupa lo que piensen. Ya no quiero que me jodan. Ya no me interesa quedarme despierto. Ya no me drogo. Ya no me divierte emborracharme. Ya no soporto las resacas. Ya no sueño con la ruta. Ya no tengo mochilas sino valijas. Ya no duermo en el piso. Ya no uso el cajón de coca-cola como mesita d

Pares y nones

El incesto (que no me escuchen) es un tema recurrente en la familia de mi marido. Mi cuñado, un tipo por demás encantador, vive en pareja con su prima hermana Dolores, la hija de la tía Maruca, la que se fue a México a fines de los setenta peleada con el régimen y con toda la familia. Hace años que están juntos y, según los cuentos familiares, la cosa empezó ya de chiquitos cuando se encontraban en lo de la abuela Matilde para las fiestas familiares y desaparecían juntos por horas y horas. Las tremendas discusiones y peleas que hubo entre mi suegro y su padre nunca hicieron otra cosa que unirlos cada vez más, y para la época en que Maruca se tuvo que ir casi con lo puesto y sin tiempo de despedirse dicen que mi cuñado, apenas un púber por entonces, lloraba por semanas. Es así que cuando volvieron a mediados de los ochenta a nadie le asombró demasiado que esos chicos convertidos en jóvenes (y debo reconocer que mi cuñada está bien buena aún hoy, por lo que me imagino lo que debía ser ha

Separación

Todo empezó casi como un juego. Un día mis oídos se cansaron de escuchar siempre lo mismo y se alejaron junto con mis orejas a buscar no sé qué sonido distinto. Al principio se iban por unos momentos y volvían enseguida, permitiéndome rescatar lo más importante de las conversaciones. Esto no me molestaba (sabido es que no son muchas las palabras verdaderamente necesarias) pero creo que no simpatizaba a mis interlocutores. Yo disimulaba la ausencia de mis oídos poniendo la mejor cara de atención que podía, pero el problema fue que con el tiempo sus desapariciones fueron haciéndose más prolongadas y mi falta de respuestas más notoria, por lo que algunas personas dejaron de dirigirme la palabra. No le presté demasiada atención al asunto hasta que sucedió lo inevitable: mi brazo izquierdo (me pregunto por qué habrá sido justamente él), envidiando la libertad que gozaban mis oídos, se separó un día de mi hombro y recorrió lentamente mi habitación, tanteando los rincones y jugueteando entre

El dique

La pared del dique tiene un ancho de veinte metros y un alto de casi doscientos. Si, es verdad, parece un absurdo pero desde el borde de la barandilla hasta el último bulón del fondo hay doscientos metros de altura. Y eso sin contar los metros que los pilotes se clavan en la roca y penetran buscando el centro de la Tierra. La pared es de cemento gris, sin una sola veta de color. Impresiona en la garganta entre las dos laderas, auténtica prótesis que une las montañas creando continuidad donde antes había un tajo, uniendo desde su construcción lo que siempre estuvo separado. El material desnudo contrasta con el verde de las laderas y separa el silencio del lago arriba del ruido del valle abajo. La compuerta pequeña permite el paso de un río que redujo su caudal en homenaje a la creación de energía. El silencio y la tranquilidad dominan la escena hasta que llega Pablito, con su martillito en el bolsillo del mameluco. Es un martillito pequeño, de cabeza de hierro y mango forrado con goma n

¡Fiesta!

En los mapas muy detallados figura como un pueblo, pero realmente no son más de una docena de casas arracimadas a lo largo de dos o tres callejas. Son unas casuchas bajas, del mismo color del suelo y de las montañas que se ven al fondo de la meseta, tan cercanas, tan inalcanzables. Todo se tiñe del mismo amarillo del sol, que pega duro desde un cielo insoportablemente limpio. Mucho polvo en verano, mucho polvo en invierno, mucho viento todo el año, ninguna lluvia en décadas. Hasta sus habitantes se mimetizaron con el entorno y tienen la piel dorada y correosa, siempre cubierta por una capa de polvo amarillo. Sus ojos rasgados están surcados de arrugas de tanto entrecerrarlos al resplandor. La nariz les aletea despacio, abriendo y cerrando las narinas para filtrar el aire y eliminar el polvo que se les mete hasta la garganta, baja por su esófago e impregna el estómago. Tanto se les mete que el color dorado parece venirles desde adentro de la piel más que de afuera y casi parece que fuer

Corte

- Debería haberlo sabido. Al menos me tendría que haber imaginado algo. No es que ella no fuera amable habitualmente; no, no es eso. La cosa tiene que ver con el tema en cuestión y con no sentar precedentes y ese tipo de boludeces. Por eso tendría que haberle dicho que no de entrada y sin dar demasiadas explicaciones, sin siquiera pensar en alguna excusa. Ella habría entendido. Seguramente se hubiera enojado, pero habría entendido (el juego es sutil y se desarrolla en muchos frentes). Pero no; como un boludo no me di cuenta y acepté. Hasta me parecía divertido y le dije que bueno, que me cortara el pelo, que la verdad era que lo necesitaba. Y entregué. Antes de empezar me di cuenta que había perdido pero ya no tenía salida. Cuando vi el brillo de sus ojos en el espejo mientras empuñaba las tijeras entendí, pero era tarde. Y ella también lo sabía. Por eso tenía esa mueca que era mucho más que una sonrisa y hablaba de poder y de triunfo. Y no hubo posibilidad de quejas. El corte fue perf

La obra

Picaron la calle y levantaron los restos. El ajetreo de los obreros confundió por un momento la zona y dio vida a lo que estaba muerto. Los hombres hablaban, reían y trabajaban como si su actividad y su mente no corrieran por los mismos carriles. Se hacían bromas que tenían que ver con sus vidas fuera de la obra; con sus hermanas, novias o equipos de fútbol; con todo lo que no fuera el diario doblar el lomo para conseguir el sustento y no formar parte de la temida legión fantasma. En la tierra roja encontraron los huesos. Nadie preguntó nada aunque muchos entendieron. Entendieron por qué trabajaban de noche y apresurados; entendieron por qué la paga era buena; entendieron por qué la amenaza de despido y proscripción al que abriera la boca; entendieron, en fin, por qué los habían traído de tan lejos en lugar de conchabar a la gente del pueblo. Los huesos se mezclaron mientras la pala sacaba la tierra. Como si fueran escombros, los cargaron en camiones que se alejaron a paso lento.